Dos manos de dedos estilizados
colocaron con delicadeza el sombrero de paja en el mostrador. El sol
del verano lo golpeaba a través del cristal de la ventana. En el
paseo marítimo, un niño detuvo su caminar y elevó los talones
tratando de lograr que su mirada alcanzase al sombrero, verlo de
frente y de cerca. Rápidamente giró la cabeza hacia la derecha. Una
mujer y un hombre, ambos de mediana edad, miraban al crío cogidos de
la mano. El adulto despegó los dedos de los de su pareja para
llevarlos hasta el sombrero de paja que llevaba sobre su cabellera
rizada, hizo descender ligeramente el ala de este mientras guiñaba
un ojo al niño. El pequeño apoyó nuevamente las plantas de sus
pies sobre el empedrado. No se movió, pero sí desvió las pupilas
hacia su madre: ella, sonriente, negó con la cabeza lentamente, giró
la muñeca de su mano para colocar la palma en paralelo al suelo y
marcarle la estatura; luego señaló con el índice un puesto de
helados cercano. El chiquillo corrió hacia el mostrador que, a la
altura de sus ojos, le ofrecía un arcoíris de sabores.
No había vivido más de treinta
primaveras la chica que caminaba mirando la pantalla de su teléfono
mientras, a su lado, un chico la miraba con ternura. Anduvieron a la
espalda del niño, quien seguía contemplando las montañas de
helado. Al llegar a la altura del mostrador, el joven se detuvo a
examinar el sombrero de paja. Ella continuaba su caminar, él la
siguió con la mirada: su rostro se entristeció súbitamente, miró
nuevamente el sombrero y reanudó sus pasos tras los de ella.
Una pareja de ancianos transitaba
en dirección opuesta a la de los jóvenes, con los que se cruzaron.
Al llegar a la altura del escaparate, el hombre se detuvo y ella
también. Él dejó la nevera de plástico sobre el suelo, tomó
bocanadas de aire con cierta dificultad y se secó el sudor de la
frente con la mano. Ella se acercó a él, le pasó sus dedos
arrugados por la nariz con suavidad para luego atusar el flequillo
canoso. Fue entonces cuando ella vio el sombrero de paja al otro lado
del cristal, le besó en la mejilla y le hizo con la mano un gesto de
espera. Caminó hasta introducirse en la tienda y coger el sombrero
con sus manos. El hombre la observaba desde la calle: ella acarició
el sombrero embelesada, sonrió y, sin levantar la vista, se giró
para pagar a la dependienta y salir por la puerta. Alcanzó
lentamente la posición de él, alzó los talones y le colocó el
sombrero sobre la cabeza. Dio dos pasos hacia atrás para
contemplarle.
—Guapo. Me volviste a enamorar
—susurró ella.
—Te quiero —le contestó él
acariciándose el ala del sombrero de paja—. Más que ayer.